domingo, 13 de febrero de 2022

Para conocimiento y fines de lugar...... “Los periodistas no son artistas”. El orgullo de ser periodista. El valor para buscar la verdad. Leer


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Tomado de El País

A una universi­dad colombia­na se le pre­guntó cuáles son las prue­bas de aptitud y vocación que se hacen a quienes de­sean estudiar periodismo, y la respuesta fue terminan­te: “Los periodistas no son artistas”.

Estas reflexiones, por el contrario, se fundan en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario. Hace unos 50 años no estaban de mo­da escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redac­ción, en los talleres de impren­ta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. To­do el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de par­ticipación.

Pues los periodistas andábamos siempre juntos, ha­cíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El traba­jo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida pri­vada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin con­vocatoria oficial, todo el perso­nal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción.

Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de ma­ñana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro ho­ras diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era por­que querían o creían ser periodis­tas pero en realidad no lo eran.

El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas edi­toriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de re­portero, que tenía al mismo tiem­

po la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del pe­riodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empe­cé mi carrera como redactor de notas editoriales, y fui subiendo con mucho trabajo por las esca­leras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de repor­tero raso.

La misma práctica del oficio imponía la necesidad de for­marse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción labo­ral. Los autodidactas suelen ser ávidos, y los de aquellos tiem­pos lo fuimos de sobra para se­guir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo -co­mo nosotros mismos lo llamá­bamos.- Alberto Lleras Camar­go, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colom­bia, no era siquiera bachiller.

La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el ofi­cio carecía de respaldo acadé­mico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por in­ventar. Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nom­bre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodis­mo sino Ciencias de la Comuni­cación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las aca­demias, con la vida por delan­te, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vi­tales, y prima un afán de prota­gonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en es­pecial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagran­tes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y di­ficultades para una compren­sión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un minis­tro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conver­sación convenida de antemano como confidencial. Lo más gra­ve es que estos atentados éticos obedecen a una noción intré­pida del oficio, asumida a con­ciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primi­cia a cualquier precio y por en­cima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas ve­ces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtu­des que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad.

Es cierto que estas críticas valen para la educación gene­ral, pervertida, por la masifica­ción de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodis­mo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instru­mentos, y los periodistas se ex­traviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir: las em­presas se han empeñado a fon­do en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la forma­ción de su infantería y los meca­nismos de participación que for­talecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de, re­dacción son laboratorios asép­ticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comuni­carse con los fenómenos sidera­les que con el corazón de los lec­tores.

No es fácil entender que el es­plendor tecnológico y el vérti­go de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para an­ticipar y agravar la agonía coti­diana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material, pa­ra dos columnas y a la hora de la verdad sólo le asignan me­dia, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y me­nos para darles una palabra de consuelo. El editor que an­tes era un papá sabio y compa­sivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevir él mismo a las galeras de la tecnología.

Creo que es la prisa y la res­tricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el géne­ro estrella, pero que es también el que requiere de más tiem­po, más investigación, más re­flexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de már­tir capturaba al vuelo las noti­cias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudi­to las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esque­leto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagra­do del director, cuyos editoria­les se presumían escritos por él, aunque no lo fueran.

Un avance importante es que ahora se comenta y se opi­na en la noticia y en el repor­taje, y se enriquece el edito­rial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha si­do tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comi­llas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos ino­centes o deliberados, manipu­laciones malignas y tergiver­saciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien in­formadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nom­bre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes.

El mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la sa­craliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de compli­cidad, que lo lleva inclusive a me­nospreciar la decencia de la se­gunda fuente.

Aun a riesgo de ser demasia­do anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que en­señarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes.

Tal vez el infortunio de las fa­cultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas úti­les para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza median­te talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históri­cas, y en su marco original de servi­cio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la ter­tulia de las cinco de la tarde.
Fuente listin diario

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