Por Jose Luis Taveras/diario libre
A pesar de que la conducta sexual personal importa cada vez menos en una sociedad permisiva, abstraída y “neutral”, la prostitución, en su práctica tradicional, padece el estigma de viejos tiempos. Han cambiado los patrones de su prestación, las modalidades del “servicio” y hasta los derechos reconocidos a sus “operarias”, pero en la “cultura del macho” la puta sigue siendo puta... y punto. El comercio sexual opera a la sombra de una tolerancia reñida y matizada por el desprecio, los ultrajes y la violencia. La prostituta no ha dejado de ser un desecho social.
Esa misma sociedad que alza el látigo para azotar la venta del cuerpo es la que aplaude el comercio de la conciencia. ¿Dónde carajo está la diferencia? Uno es un canje de piel que se consume en un orgasmo más breve que un suspiro y el otro es la profanación de la verdad como constructora de la conciencia social. Ambas enajenaciones no resisten una comparación razonable en sus dimensiones dañosas.
La comunicación en la República Dominicana es un barato espectáculo de rumba, lentejuelas y neón. Tropezar con la libertad en los medios de masas es un premio de lotería. La prensa es una caja de resonancia con muy pocas disonancias. Los que se arrogan el derecho de construir opinión no son en su mayoría dueños de sus juicios: son muñecos de ventrílocuos, espantajos animados por titiriteros. Sus voces están tasadas por cada soplo y su discurso por cada palabra. Son esclavos de su precio y en su enajenación perdieron hasta el instinto de la verdad. Y es que como decía el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski: “Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”.
El derecho a la información atraviesa por uno de sus momentos más decadentes. La propiedad de los medios en manos de grupos económicos y políticos convierte a la información en un producto tan complejo que muy pronto necesitará de un instructivo de uso para decodificarla. Antes de salir, el hecho informativo pasa por redes cada vez más finas de disección. Quien decide lo que se emite o se publica, al final de cuenta, no es el comunicador, ni el periodista ni el medio: son los intereses que los costean. Lo peor es que muchos de esos grupos participan activamente en las contrataciones con el Estado; otros son concesionarios de servicios públicos estratégicos y todos intervienen en un mercado dominado por la concentración. Esa realidad constriñe severamente la libertad para informar e impone la autocensura como premisa tácita del ejercicio informativo. De esta manera la verdad, postrada en su secuestro, yace como un bien tan escaso como caro.
Nunca antes un gobierno ha tenido una plataforma tan portentosa de dominación mediática. Ya la gente conoce anticipadamente la opinión de un colectivo fichado de medios, periodistas, académicos y comunicadores cada vez más grande comprado a precio servil con dinero público; su oficialismo rancio apesta. Periodistas y opinantes profesionales de viejos fondillos roídos y zapatos ajados hoy son respetables dueños de medios; otros, príncipes del periodismo de kilates: sus opiniones son cátedras y sus juicios sentencias. Esos no se molestan por minucias; con ellos hay que negociar paquetes publicitarios, contratas, comisiones y cargos diplomáticos. Son presumidos y soberbios, templos de la última razón. Se les ve en las giras presidenciales, en hoteles de cinco estrellas, en finos restaurantes dando lecciones enólogas o levantando copas espumantes. Son los dueños de las estrategias que soportan las grandes tramas políticas; los que limpiamente hacen el juego sucio sin arrugas ni culpas. Esos tutean a los respetables y los mandan a la mierda cuando quieren, convencidos de que pueden pasar de una parcela a otra sin que su fama sufra menoscabo porque entre su delirante fanaticada dominan los pensadores gástricos y los mercaderes de la lisonja.
Un amigo extranjero, al oír la vocinglería de uno de esos gobiernos radiales, me preguntó: ¿Y por qué hablan como si estuvieran discutiendo? Para contrastar le contesté sobriamente: “Porque no discuten opiniones, defienden posiciones”. La comunicación política de hoy es la industria de la fabulación, el retorcimiento, la manipulación y la extorsión. Está diseñada perversamente para nublar, confundir, desdoblar, enlodar y prejuiciar. Un poder corrompido y hambriento con una enorme fuerza seductora hace de una sociedad sin conciencia crítica su mejor antojo. Ahora no solo nos toca defendernos de nuestros “representantes”, sino también cuidarnos de sus bayonetas. La prensa anda en tangas y tacones tentando la noche... cierren las puertas.
taveras@fermintaveras.com
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