No faltarán quienes desearían ostentar la condición de rey, en su más terrena y convencional acepción. Disponer de servicio para cualquier necesidad, llevar un tren de vida confortable en residencias de lujo y disfrutar de la prerrogativa de marcharse de largas vacaciones a lugares secretos, entre otros privilegios, son alicientes capaces de despertar la envidia y la codicia de quienes cifren su felicidad en recibir mucho de la vida. Hay sin embargo quienes prefieren buscar la gratificación de sus días en lo contrario: acertar a darle a la vida tanto como sea posible.
Desear ser rey tiene, en el fondo, algo de vulgar, además de tratarse de una pulsión sujeta a controversia. A no ser que uno aspire a representar el papel de los únicos monarcas que gozan incluso de la simpatía de los republicanos: esos Reyes a los que los niños piden con la esperanza de que sus peticiones sean atendidas; esos que nunca defraudan y que otorgando lo que otros anhelan dan sentido a la vez al existir y al querer. Quizá no haya, si se piensa, deseo más alto y admirable que el deseo de ser Rey Mago: uno que no busca ni espera ni necesita la pleitesía de nadie y tiene por única misión aventar la tristeza ajena.
Ay de quien nunca haya sentido ese deseo; ay de quien no haya hecho alguna vez lo imposible por realizarlo para alguien. Pero hay un grupo de personas que se han echado a la espalda el deber de ser reyes magos para otras personas a las que apenas les queda tiempo para poder ver cumplido lo que desean. No son tres, como los de la tradición cristiana, sino cuatro. Vienen de Oriente, pero no del que está más allá de Palestina, sino del que ocupa ese extremo, por la parte de abajo, de la península Ibérica. Por la parte de Murcia, para ser más exactos. Se llaman Manuel, Carolina, Laura y José y trabajan como sanitarios. No tienen artes ni poderes mágicos, pero tienen la voluntad, el afán y una hermosa idea: que quienes ya no pueden esperar que la vida les ofrezca mucho más tiempo sí pueden alcanzar lo que más desean, si hay quien se esfuerza en hacerlo suceder.
Ya lo han conseguido con un buen número de personas. A unas las reúnen con alguien con quien no contaban poder ver ya jamás. A otras les permiten tener una experiencia que daban por imposible. Los cuatro reyes magos de Murcia demuestran una y otra vez que los deseos que parecían irrealizables sólo lo eran en tanto que no había intervenido alguien como ellos, con la firme resolución de propiciar su cumplimiento. Así es como lograron, por ejemplo, que Iñaki, aquejado de alzhéimer, cáncer y una grave lesión medular que le impedía moverse, viera cumplida su ilusión de volver a contemplar el Cantábrico desde la playa de Vizcaya a la que solía ir en su infancia. Una excursión sencilla para cualquiera en pleno uso de sus fuerzas, pero que para Iñaki se había convertido ya en una aventura inasequible.
Existe una fotografía del momento. El hombre recostado en una camilla frente al mar de su infancia y, a su lado, una mujer mayor como él, con la que ha compartido su vida, sosteniéndole por las mejillas y dándole un beso. Una imagen rebosante de amor y de belleza: la de dos seres humanos que contra la vejez, la enfermedad y el infortunio alzan aún con vigor el estandarte del sentimiento que los une, bajo un cielo radiante y ante la azul inmensidad del mar que vuelve rotundo y eterno su gesto.
Quien la ve, y no puede sustraerse a su poder, comprende entonces que estos reyes magos no sólo han realizado el deseo de ese hombre. Nos han traído a todos el regalo de probar que nuestra condición no se queda en las mezquindades y querellas, ínfimas y absurdas, que llenan las páginas de los periódicos o la grillera febril de las redes que amenazan con reemplazarlos. Que somos también esto, que es tan limpio, tan grande y, en fin, tan luminoso. Quién supiera ser rey mago como ellos saben.
Fuente Lorenzo Silva-el mundo
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