Alguien me invitó a participar en un panel para analizar la realidad institucional del país: “No, estoy harto de analizar problemas; dejé de ser vaca para rumiar amarguras” fue mi respuesta. En su asombro, el amigo apenas pudo soltar un “está bien, disculpe” y lo hizo tan inciertamente como quien se repone de un inesperado aturdimiento. Creyó que no era mi mejor momento y así se lo comentó a un amigo común días después. Enterado, le llamé para aclararle que mi negativa no era personal, como suelen pensar los dominicanos (poco habituados a la franqueza), sino que se trataba de una decisión de vida. Le reiteré que era la tercera ocasión que rechazaba participar, con intencional aspereza, en ese tipo de evento porque en él me sentía como un adicto confesando sus penas en un círculo de terapia grupal. ¡Me curé!
La República Dominicana no resiste más análisis: ha sido trasteada, estudiada, escaneada, medida y comparada hasta en su diminuta y escondida anatomía genital. Los organismos internacionales, expertos en diagnósticos, dilapidan sus presupuestos para sacar imágenes sonográficas de nuestras miserias, retratos que los dueños del país arrojan a la memoria polvorosa del olvido. Su negocio es el desorden, la opacidad y la distracción de una manada amansada cuyo único valor es su poder de consumo... y punto. Me cansé de saber lo mal que andamos para lamentar, llorar y “sentirme consciente”. ¿Qué valor tienen los índices, las proporciones y los rankings en una sociedad que se masturba con sus propias desgracias y en la que cada quien busca “lo suyo”? Esas flagelaciones sadomasoquistas dejaron de provocarme erecciones patrióticas. ¡Háblenme de soluciones!
Los datos, las cifras y las estadísticas son instrumentos para diagnosticar, planificar, ordenar, proyectar, orientar y corregir; aquí tienen dos usos: uno sanitario y otro lúdico. Vaya usted a ver el valor que len dan los gobiernos a esas secreciones. Tan pronto se publican (o se escurren) los burócratas concernidos salen a barrer el patio con el ajado argumento de que esos datos son manipulados o responden a presiones internacionales en connivencia con “sectores” enemigos del Gobierno; otros juegan al vértigo de las comparaciones y en esa terapia de consolación celebran con petardos que aún estamos mejor que Honduras, Guatemala o Bolivia, como si el país fuera un barrio de San Pedro Sula,
Chimaltenango o Cochabamba. ¡Qué nos importa lo que sucede en esos países! No me hace ninguna gracia decir que somos menos desgraciados que los que viven en Suazilandia o en Burundi. Siempre habrá gente que estará mejor o peor que uno, pero vivimos aquí, tragándonos estoicamente los agravios gratuitos de la mediocridad que nos dirige.
Y, ¡aclaro!: mi confesión no es una rendición, declinación, abandono o renuncia a la lucha de sobrevivir en la “sociedad perfecta del caos”. Estoy aquí por decisión propia y porque a pesar de los pesares me atan raíces de identidades y hondas gratitudes. Seguiré aquí sin considerar lo que significa ser dominicano en el mundo; todavía me queda valor para no esconder mi pasaporte, aunque algunas veces el rubor me constriñe.
Estoy harto de los teóricos, de los analistas de microondas, de los opinantes profesionales. Se nos ha hecho tarde para saber el “cómo” porque hemos apostado al “quién”. Esa expectación mística de que vendrá alguien a redimirnos o de que “fulano es la solución” es tan primitiva a pesar de gravitar vivamente en nuestro imaginario. Está incubada como núcleo duro de nuestro genotipo. Por eso la historia dominicana es una apretada sucesión de tiranos de distintas tallas; de mentes débiles y enajenadas con y por el poder. Los que han sido y estuvieron quieren volver y los que son y están no sueltan, porque su círculo de sumisión (o de intereses) los hace delirar como seres trascendentes e insustituibles.
Elegimos tiranos porque no sabemos pensar ni actuar democráticamente, por eso las instituciones privadas siguen regidas por los mismos formatos caudillistas, empezando por la familia, dirigidas por machos que pontifican sobre el abuso de la autoridad, esa que ellos mismos ejercen tiránicamente. Tengo la edad que me sobrepujan los vejestorios de algunas entidades, asociaciones, universidades, iglesias y empresas; nací escuchando sus nombres; solo la muerte los desarraiga del poder. Una vez escribí: “Mi historia se compendia en la suma del paso de pocos hombres: veintidós años de Balaguer, doce de Leonel, ocho de Medina (eso espero) y un tramo de alternancia de otros pocos que también pretendieron aferrarse. Los relojes han marchado ociosamente y el tiempo se durmió en la espera; [...] ese es nuestro eterno presente como una pesadilla donde las correrías despavoridas no avanzan ni los gritos más necesitados se escuchan”. Y seguimos agarrados, más por omisión que por elección, a esos modelos rancios de autoridad.
El problema nuestro no es de hombres, es de planes. Insisto: no es de quién; es de cómo. La institucionalidad se construye con pactos, referendos y diálogo social sobre visiones, planes y proyectos que trasciendan a los hombres, a los gobiernos y a los partidos. Mientras ese liderazgo concentrado, vertical y autócrata no sea abierto y transferido a la sociedad y esta lo asuma como responsabilidad propia seguiremos cada cuatro años comparando las mismas mediocridades y eligiendo por lo posible con balances siempre deficitarios.
Así que ¡no me jodan más!, manoseando las cifras de nuestras desgracias en encuentros de penitencias terapéuticas. Háblenme de propuestas, de soluciones, de vías, de caminos y de compromisos. El lamento no es parte de la solución. El punto crítico no debería ser a quién vamos a elegir sino qué vamos a hacer. Primero la ruta, después el corredor. Por eso debemos ampliar y fortalecer la base de participación de la sociedad en las grandes decisiones, a través de plebiscitos, referendos, la representación ciudadana en las entidades públicas para tomar y ejercer los controles populares, las acciones colectivas, las veedurías o las candidaturas o postulaciones por firmas para liberar el poder del monopolio de los partidos. Así como un gobernante modifica a su capricho la Constitución para reelegirse, ante la complacencia de sus gobernados ¿cuál es el miedo a una constituyente? Dejemos el lamento y corramos a la acción. Los cambios se arman en el silencio reflexivo, se negocian en la luz y se defienden en las calles. Se hundió el sol en el camino... y andar de noche hace tropezar. Dios nos libre de los abismos.
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