En la escuela municipal de música de Altamira, a donde fui desde niño, debíamos aprendernos las 58 lecciones de un método de solfeo de un autor español del siglo XIX llamado Hilarión Eslava. Solo después de eso nos permitían tocar un instrumento, pero Joaquín Jerez, el director de esa escuela, quien llegó a tejer una relación cercana con mi familia, me dio una trompeta apenas llegué a la lección 22. Lo hizo como un préstamo, para que le fuese pagando las clases con mi propio aprendizaje.
Aún recuerdo el momento en que se paró y desenganchó de un clavo oxidado aquella trompeta tan vieja. Los pistones ni siquiera bajaban, pero eso no me importó: yo estaba cautivado con sus formas, con el diseño, su construcción y su elegancia. Su ingeniería era para mí como la de una nave espacial o algo incluso superior. Me quedé con la boca abierta, colmado de una emoción indescriptible. Y me obsesioné.
Mientras la mayoría de los niños anhelaban y se alegraban con sus patines, bicicletas o pelotas, yo me desvanecía al contemplar las trompetas de los músicos mexicanos con aquellos baños de oro y plata en sus metales.
Ese momento marcó el inicio del enigma que anida en mi espíritu musical. Así como a muchas adolescentes de hoy les tiemblan las piernas cuando ven a Justin Bieber, yo era capaz de desmayarme si veía una trompeta con sus tuberías y pistones.
Aquel instrumento medio oxidado podía estar muy lejos de ser el mejor del mundo, pero para mí era más que un sueño, algo inmenso, y el hecho de que cayera en mis manos marcó mi vida de forma irreversible. Yo no cabía de tanta dicha, estaba viviendo el comienzo de lo que en adelante sería Wilfrido Vargas.
En cuanto a oportunidades era fácil suponer que un pequeño como yo a lo más que podía aspirar era a ser el síndico de Altamira. En cambio me convertí en uno de los trompetistas de la banda municipal. Y luego, gracias a otras personas, circunstancias y decisiones, construí una carrera plena de alegrías.
La primera trompeta de Altamira se llamaba Antonio Frigman, y yo estaba deslumbrado con él. Es comprensible que a un niño de seis o siete años le cueste negociar su inquietud infantil, sus juegos, saltos y carreras, para ponerse a ver partituras que no entiende. Sin embargo, mi intensidad era gigantesca, quería estar siempre detrás de él y aprenderlo todo. Era como su mascota, vivía persiguiéndolo para entender cómo tocaba. Hoy le agradezco la paciencia que me tuvo.
Yo disfruté de un inicio muy bello en la música, inocente y luminoso. Nunca pensé en desarrollar una carrera artística, sino en tocar con pasión y gozo, y así comencé a sobresalir como instrumentista dentro del entorno cultural de mi pueblo.
Desde pequeño siempre tuve buen oído musical, y para aquel entonces escuché lo que no sé si fue un cuento de camino, o algo que un adulto me lo soltó al vuelo: “el asunto es que supuestamente un músico alemán dijo que había una dicotomía en nuestro Himno Nacional, porque en el verso ‘siempre altiva la frente alzarás’, mientras la lírica subía, la melodía bajaba, y que ese descenso melódico representaba una contradicción frente a la letra”. Si fue un cuento, estuvo muy bien arreglado, puesto que eso es una realidad.
Pues bien, el supuesto alemán se atrevió a hacer una recomendación: “adaptarle a esos cuatro compases un clarín (trompeta pequeña) para que, como una diana, realzara la melodía y evitara la discordancia”.
Dicho y hecho, escuché por la radio esa versión, y memoricé las notas. Me las guardé y no le dije nada a nadie, como el que va a cometer un atentado, pues a pesar de ser un niño presentía que no era conveniente modificar uno de nuestros símbolos patrios, y menos en público. Nuestro país estaba siendo asolado por la dictadura militar de Trujillo.
Esa versión del himno la escuché un sábado, y el siguiente concierto de la banda era el domingo próximo. Cuando comenzó el himno yo fingía que tocaba, pero lo que estaba era concentrado para lanzar la bomba. Decía la banda algo como: “tan ta taaa tan ta ta da dan ta taaaa da”. Y de repente, de la trompeta de este muchachito de nueve o 10 años sonó algo como: “taba da pa pi pi da pa pa, taba da pa paaa... ¡Mierda, coño! ¿Qué pasó?” Los músicos entraron en una mezcla de pánico y alboroto por lo que habían escuchado. “¡Aquí vamos a caer presos todos!”, dijo uno de los integrantes de la banda. Casi de inmediato me llevaron al cuartel policial con la presencia de mi madre, que estaba tan asustada como yo. Ella me regañó. Yo les conté que lo había escuchado en la radio y que por eso me había atrevido a hacerlo, porque si un adulto lo hacía en una emisora yo pensaba que no había nada malo. Menos mal que la cosa no fue grave, y no pasó de ahí. El Sargento León Parra, entendió la situación y nos despachó, mientras yo supe que me había salido con la mía.
Con anécdotas como ésta debo reflexionar que la trompeta me ha brindado vivencias inolvidables, un piso y también un cielo invisible. Es una parte de mí. Ha sido mi sentido y mi camino, una herramienta para respirar mejor, para crear y construir nuevas posibilidades, para hablar con el mundo y ponerlo a bailar.
Sin embargo, hoy debo dedicarme a cumplir con compromisos no solo como artista, sino como empresario: escuchar a mi equipo de trabajo, a los promotores, cuidar el negocio y estar al tanto de las logísticas de los viajes; componer canciones, atender arreglos musicales, detalles de producción y dirección. Por eso debo contratar a un músico que se dedique exclusivamente a ejercer el rol de trompeta líder, para yo sostener con satisfacción la imagen del trompeta solista y cantante.
Fuente Wilfrido Vargas-diario libre
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